Por algún motivo que no recuerdo quise
estudiar dramaturgia.
Actuaba hacía tiempo y me gustaba escribir.
Aún no se por qué lo decidí, pero me puse a
buscar y encontré un autor que había leído en la carrera, que dirigía, un tipo
joven, me quedaba bien el horario y la zona. Me anoté y empecé. El curso era en
su casa. Su mujer estaba en alguna otra habitación. Y él iba y venía.
La primera clase éramos él y yo. Me
recuerdo pequeña, con los ojos abiertos muy grandes y un cuaderno en blanco,
dispuesta a tomar nota de todo. Dio un ejercicio de tarea, que no comprendí muy
bien, sobre prospectos de medicamentos y personajes históricos. Hice lo que
pude con eso. Me divertí escribiendo. Como siempre.
A la clase siguiente llevé mi trabajo.
Había otro compañero. Ya éramos dos. Nos hizo improvisar y creo que no le
gustaba mucho lo que hacíamos porque nos gritaba que parecía televisión. No se.
Es el día de hoy que en mi vago recuerdo no comprendo tanto enojo. Cuando llegó
el momento de mostrar el ejercicio de tarea, lo leí. Él era (y creo que sigue
siendo) un hombre nervioso. Fumaba y se movía mucho. Nada lo satisfacía demasiado.
Corrigió muchos puntos de mi escritura. Yo anotaba. Sus palabras eran
importantes para mí. El tenía el conocimiento. Yo no. Hasta que hice una pregunta, no recuerdo cuál,
y él contesto, mirando a mi compañero, cómplice: “Igual no te preocupes. Las mujeres
no escriben bien.”
Es la única frase que recuerdo con nitidez
de ese mini curso de dos clases. Porque no volví más. No pude responderle nada en
ese momento. El se sonrío de su comentario, mi compañero también y creo que
hasta yo lo hice. No supe hacer otra cosa.
Pero no volví.
A él, no volví. A sus clases. Fui a otras.
Y seguí escribiendo.
No recuerdo casi nada de esos dos
encuentros. Pero su frase sí. Imborrable en mi memoria.
Texto: Verónica
Mc Loughlin
Foto: Ignacio Rodriguez de Anca
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