FIESTA

Desde la baranda de la terraza veo a la multitud dispersa. Divididos en grupos, cada uno con su vaso de cerveza en la mano, parecen divertirse.
La noche es clara y calurosa.
La música suena no muy alta. Pop inglés, flamenco. No parece haber un criterio claro en la musicalización de la “fiesta”. La opción shuffle del programa de computadora almacena y reproduce el sonido. Pero a nadie parece molestarle esto, al contrario, coincide con el estilo de los participantes, con su vestuario, con sus peinados. Impera cierto aire de libertad: una mezcla del hippismo de los 60, algo tecno de los 80 y el innegable vacío de los 90. Supongo que esto es el siglo XXI, sin autos que vuelan, ni trajes metalizados, como veíamos en las películas futuristas que anunciaban la nueva era.
¿Qué es una fiesta? Esta reunión no lo es para mí. La música no está lo suficientemente alta como para invitar a bailar, ni los ritmos que suenan son pegadizos. Pero tampoco es cómodo mantener conversaciones con quienes están cerca. Hay que elevar bastante el tono de voz. Sumado a que, excepto algunos afortunados que pudimos sentarnos en la baranda, todos los demás, transcurren de pie.
La mayoría de los invitados no baila. Se dispersan en grupos y no veo demasiadas conversaciones. Sí puedo decir que dispuestos en ronda, se mueven mínimamente al compás de la música, y de vez en cuando emiten algunos comentarios. Pero no parecen incómodos. No. Todos sonríen, lucen placenteros, disfrutando. No encuentro a otro, como yo, apartado de la reunión sacando conclusiones disparatadas de lo que se vive en este momento.
¿Por qué no puedo divertirme como los demás? ¿Qué es lo que hace que esto no signifique una Fiesta para mí?
Sí, es cierto, no conozco a demasiadas personas aquí, pero sin embargo no me dan ganas de conversar con los pocos conocidos. Ni con los extraños. Tampoco a nadie se le ocurre conversar conmigo, ya que sigo sola, sentada en la baranda, con mi vaso de cerveza y mi cigarrillo.
Decido escabullirme por entre la gente, alcanzo mi cartera y mi abrigo y salgo de allí, sin despedirme de nadie. Detengo el primer taxi que encuentro y huyo hacia mi departamento, a mi computadora, a organizar mi fiesta, la de la escritura, en la soledad de mi casa.
Marguerite Duras dice que nunca se sabe qué es lo que se va a escribir antes de hacerlo, y que eso es lo que hace maravilloso al acto de la escritura. Ya que si lo supiéramos con anterioridad, entonces no lo haríamos.
No sabia qué era lo que iba a escribir, pero notoriamente necesité preguntarme qué es una fiesta para mí. Mis amigos se divierten, soy yo la que no encuentro diversión en eso. Y me castigo por ello. Me reto, me repruebo.
No me considero una persona poco sociable. Tengo muchos amigos, me gusta salir, ir al teatro, al cine, a conciertos, a exposiciones, a jugar al pool, al ping pong, al bowling. Me divierto con el “dígalo con mímica” con el Pictionary, con el TEG, con los naipes, con los dados, con el Scrabel. Me agradan las intensas conversaciones sobre política, arte, actualidad, fútbol…
Me sucede que cuando me reúno con otros, me interesa hacer algo.
Me aburre la nada. El sinsentido.
Es un problema, lo se. Pero necesito un objetivo, un algo que hacer, un entretenimiento. No me alcanza “estar en una situación”, ser parte del decorado de la diversión.
Necesito divertirme. De verdad. Reírme mucho. O estar completamente entretenida, de manera que no pueda detenerme a cavilar demasiado sobre lo que está sucediendo. También me sucede que ninguna sustancia, con excepción del tabaco, me ayuda a incluirme en el mundo de la nada. No me atraen las drogas, el alcohol en exceso me descompone, la marihuana me duerme. Por lo tanto no tengo aliados. No puedo evadirme.
Necesito realidad. Plena.
O ficción. Plena.
Y ya que la primera no me satisface, me entrego a la segunda.
Y por eso escribo.

Fotografía: Santiago Serret
Texto: Verónica Mc Loughlin

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